Bàrbara Julbe, La Vanguardia, 09/09/2013
Dina Trovo se sentaba cada vez a su lado. No quería que ese joven, de origen sudamericano, se sintiera solo durante el rato que le duraban los efectos de aquella experiencia: minuto a minuto él iba perdiendo facultades y deteriorándose. Lo mismo le ocurría al resto de los jóvenes que participaban en ese encuentro, en el que el único objetivo era drogarse con marihuana. Entonces, ella, que no daba crédito a lo que observaba, sacaba de su bolso, como por intuición, una botella de agua y empezaba a darle sorbos para hidratarle. "Ver aquello me quemaba el corazón. Era un chico muy espabilado, pero en seis meses perdió toda capacidad física y de gestión emocional".
Este joven, de quien prefiere no revelar el nombre, trabajaba en un hotel de Sant Pol de Mar, en el que Dina y su único hijo se hospedaron una temporada, cuando ejercía de representante financiera en Catalunya de una firma italiana relacionada con la mecánica. Con ese empleado tenían una relación de amistad.
Ella, una mujer de armas tomar en los negocios -también trabajó en el área comercial de Fira de Barcelona y de representante de una marca italiana de moda y de una de catalana-, tuvo, en esas sesiones en las que la droga era la protagonista, una corazonada que dio un giro radical a su vida.
Dejó el hotel, alquiló un piso en Sant Pol de Mar y hospedó al joven drogodependiente y a otros que necesitasen salir de esa misma problemática en su casa. Y así empezó su vocación, que más tarde (en 1993) fue la que la empujó a fundar la Asociación Canaan y el centro asistencial que lleva el mismo nombre, en el que actualmente se atiende a una veintena de usuarios. Ella, a sus 78 años, sigue al frente como directora. "En 1995, las Hermanas Clarisas de Banyoles nos ofrecieron un espacio en su convento, y nos trasladamos al Pla de l'Estany", aclara.
El camino no fue fácil. De hecho, el pasado de esta mujer italiana, de voz dulce pero de espíritu guerrero, ha estado marcado por duros episodios; al recordarlos no puede evitar que le salten las lágrimas.
"No lloro de pena sino de nostalgia", precisa Dina, originaria de Turín. Perdió a su padre cuando tenía 15 años y después a su madre a los 26. "Cuando mi madre murió yo no sabía hacer nada, pero sin ella aprendí a hacerme fuerte", asegura. Lo más grave, sin embargo, aún estaba por llegar. Su hijo, Joseph, con tan sólo 32 años, perdió la vida en un accidente de coche.
"La muerte de un hijo no se olvida. Nunca. Ni con el paso del tiempo. Joseph no bebía, no fumaba ni se drogaba. La autopsia reveló que sólo tenía restos de cafeína en el estómago porque minutos antes del fatal siniestro se paró a tomar un café. Pienso que un animal se entrecruzó en su ruta. Teníamos muy buena relación", explica.
En el centro Canaan, Dina y su equipo -formado por unos quince empleados, entre psicólogos, educadores, monitores o vigilantes, además de voluntarios- atienden a personas mayores de 18 años adictas a diferentes sustancias (alcohol, cocaína, heroína, cannabis...) y que están en situación de exclusión social, así como a personas con problemáticas añadidas a consecuencia de las drogas, como el sida o la hepatitis.
"¿Cómo puede ser que ayude y reeduque a toda esta gente, hijos de otras personas, entre ellos jóvenes, y en cambio no pueda educar a mi hijo?", reflexiona sin hallar respuestas esta septuagenaria, quien a la hora de dar a luz, al ser madre soltera, tuvo que irse a Londres porque en su país encontraba dificultades.
Además de dirigir el centro, se encarga de muchas otras tareas: coordina, hace de tutora a cinco de los usuarios, los lleva al médico o a los juzgados, contacta con los socios y las instituciones, se encarga de la relación con las familias, hace mermelada junto con los internos con la fruta que aprenden a cultivar, los ayuda en la granja con los pollos o gallinas, supervisa los talleres de manualidades, de cocina o de formación, si alguna trabajadora hace vacaciones cubre su turno... Y todo, sin cobrar nada a final de mes. "Es un sueldo que la entidad se ahorra", apostilla.
Su ilusión es levantar un centro nuevo y encontrar a alguien dispuesto a invertir y confiar en este proyecto, un espacio en el que los usuarios puedan tener también su propia tienda para vender los productos que cultivan. Cada día se levanta con la idea de hacer realidad este propósito. "Es cierto que he perdido rapidez y memoria para recordar cosas, pero lo que los años no me han quitado es la capacidad de decisión", sentencia, y añade: "Trabajar hasta el día de hoy ha hecho que mi cerebro no se convirtiera en un fósil. Las neuronas que quedan se ven obligadas a espabilarse. No entiendo a la gente que deja de hacer cosas. La vejez no se tiene que retroalimentar porque si no supone firmar la propia condena de muerte", afirma.
El trabajo le sigue apasionando por el misterio que entraña cada uno de los casos que llegan al centro, derivados de los servicios sociales. "Nosotros somos su bastón, un apoyo. Les damos herramientas para salir de esa situación. Esta gente debería ser un recurso de la sociedad y están discriminados. La droga les ha llevado a arruinar su existencia. No necesitan nada artificial para ser felices, pero no lo saben", afirma.
Dina, que aspira a llegar a los 100 socios (actualmente son 37) para que la entidad sea declarada de utilidad pública y resulte más fácil obtener ingresos fijos que salvarían los gastos mensuales, considera que la familia y el entorno de los drogodependientes son clave en el proceso antes, durante y después. "Muchos padres no ponen límites. Se adelantan a sus deseos y les convierten en seres incapaces de aceptar frustraciones. Pero los años me han hecho ganar más comprensión. He aprendido a no juzgar a la primera. La apariencia es una cosa y la historia que hay detrás de cada uno, otra", argumenta.
Según los tratamientos médicos y psicológicos, en Canaan se les enseña, a través de un programa individualizado, "a vivir en libertad y no a estar esclavizados a nada" para que se recuperen sanitaria, psicológica, social y laboralmente. La entidad también dispone de un piso de reinserción y otro para aquellos que son discapacitados.
"¿Mi secreto? Todavía hago lo que me hace feliz. Aquí hemos visto fallecer a algunos usuarios. Una residente fue asesinada por un interno expulsado. En los momentos de abstinencia, hay tensión y nos faltan al respeto. Pero mi lugar sigue siendo este. Cuando sea el momento de terminar, espero darme cuenta. Mientras no llegue, y ante la necesidad que hay aquí, seguiré ayudando".